Mi persona se ha encargado
personalmente de que las habas estén vetadas en la Cazueli porque una receta que
las use desprestigiaría su buena fama pero, sobre todo, el verde de su asa. Si
todavía os preguntáis por qué no deberían existir no dejéis de leer mi traumática
experiencia con ellas.
Se trata del alimento por el que
llegué a obtener el récord Guinness de los cinco metros pasillo, por el que
superé la velocidad de Usain Bolt en el trayecto del salón al baño y por el que
pasé tareas de matemáticas llorando no sólo por los números.
Podré parecer exagerada, pero más
exagerado es el asco que me dan. Para mí, llegar a casa después del colegio y
encontrar un plato con habichuelas era igual que llegar a la universidad y sólo
encontrar gente del instituto: la desilusión en forma de comida.
Como en el caso de los caracoles,
el sabor no es del todo desagradable… básicamente porque no saben a nada. Es
una verdura bastante suave, de las que ni fu ni fa, pero con más inteligencia
que la media porque sabe recompensar con su textura, eso sí, para mal.
Las habichuelas son agua sólida, y
diciendo esto me paso de generosa porque ese estado les dura el tiempo de meterse
en una boca. En ese momento parece que el sufridor en cuestión empieza a
salivar, pero que no os engañe un vegetal, se trata de que este se está
descomponiendo. Para agilizar el calvario se suele masticar más rápido, error
común del ciudadano medio que termina por enfrentarse a un momento en el que no
sabe si se está comiendo o bebiendo.
Pero este fenómeno no acaba aquí.
Las habichuelas son una blasfemia de la naturaleza que ni revueltas con huevo pueden
pasar, pero que la gente la utilice de guarnición me parece un insulto. ¿Qué
manera de faltarle el respeto a otra comida es esta?
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